"Rosacruz 8 - IX y X"
-Capítulo IX-
Aquí creyó el profesor Mertin haber hallado nuevamente un punto de enlazamiento. Estaba decidido a no dejarse arrancar más el hilo del discurso, para tratar, por fin, de las fuerzas secretas de Rasmussen.
Sin guardar miramientos de ninguna clase, mezclóse en la conversación:
—Ya que está hablando de la India, señor Cónsul, este es un país igualmente misterioso. He leído de los fakires, que se dejan enterrar vivos y hacen brotar árboles de la tierra por arte mágica. ¿De seguro que usted también lo considera como embuste?
—No lo quisiera afirmar, señor profesor. Los indios mexicanos, especialmente los de Yucatán, disponen también de fuerzas mágicas, de las que aquí en Europa aun nada sabemos.
—Esto es superstición —objetó aquí el cura Bromm—, es cuento para niños pequeños. La teología nos enseña a detestar todo esto, por ser cuestión de espiritismo, de aceptar espíritus buenos y malos.
—No creo yo tanto así —respondió Rasmussen, y continuó: Que el mal espíritu pueda influir en el estado patológico, está fuera de duda. Es preciso negar la verdad evangélica y las afirmaciones de los teólogos más eminentes, para decir lo contrario. Por no hacerme difuso, recordaré solamente el hecho que nos cuenta San Mateo, de un joven que fue presentado por su padre a los apóstoles; el cual joven caía con frecuencia en el fuego y en el agua, a consecuencia de sufrir ataques epilépticos, producidos por un mal espíritu que le invadía. Los apóstoles, según relata el citado Evangelio, no pudieron arrojar del cuerpo del paciente este maligno espíritu, hasta que vino Jesús, y con voz imperativa le mandó que saliera del cuerpo de aquel mancebo, el que inmediatamente quedó sano. Se ve, pues, que el causante de la enfermedad del joven mencionado, era el espíritu malo. Como éste, se pueden citar otros casos, del Evangelio, que no ofrecen la menor duda. El cómo o manera el mal espíritu influye en las enfermedades, no lo veo claro. ¿Podría ser que el mal espíritu introdujese en un cuerpo, fluidos viciosos, que pervirtieran su armonía, o conmoviese en él malos humores? Si el diablo tiene poder para concitar y mover las nubes y causar un trastorno atmosférico, ¿cómo se lee en el Ritual de la Iglesia Romana, por qué no podrá inducir fluidos perversos en un cuerpo y hacerle enfermar? Yo creo que sí, y no veo razón en contra. Yo he presenciado el ejemplo de una enferma que años pasados, fue exorcizada con el permiso del Obispo, y que se haya repleta de un fluido viscoso, que le ocasiona un malestar continuo, convulsiones fuertes, gastritis, insomnio y una gran postración, tanto que con dificultad pueda tomar la leche y no sé en realidad como este cuerpo tan acribillado puede vivir, pues apenas toma alimento, y no duerme en tres años una hora seguida. Esta enferma es natural de aquí, y atribuye su mal a un individuo que, por su explicación, hace trabajos en sentido de mágica negra, el cual individuo, si así fuese, merecería un serio correctivo. Yo sólo sé que, cuando el padre de la enferma vivía, alguna vez amenazó al tal individuo, y a las 24 horas cesaban los ataques de la enferma, y ésta pasaba bien una larga temporada. Yo no me creo competente, desde el punto de vista de usted, para descifrar este caso misterioso, pero sería humanitario que los médicos que estudian la Metapsiquica, se hicieran cargo de él y le aplicaran oportuno remedio. He referido esto, porque repito que no hallo fuera de razón que el mal espíritu pueda trastornar un organismo con fluidos viciosos. Citaré ahora dos teólogos de nota, que casi piensan como yo; uno es San Alfonso de Ligorio, y el otro el jesuita Perrone, San Alfonso citado por el padre Neyraguet en su Compendio de Teología, dice: “Contra maleficia utilicet remediis ex medicina petitis. Plures enim herba ut ruta, et salvia, etcétera, contra maleficia naturalitet prosunt, quia virtute naturali, corrigunt pravos humeros, ope damonis cammatos, Articulis IV. De Maleficio. Perrone, dice: Nihil enim vetat quominus dicamus interdum qui a clamace agitabantur aut amentia, aut epilepsia laborase, cum et hi morbi a clamone ipso injici posunt, Deo ita permittente, uti plures patres ac interpretes censuere. (Compendio de Teología). El célebre médico Robert van Der Elst, de Saint-Alban-les Eaux, en la Revista de La Medicine Internacional, ataca al Señor Richet, que, en su obra “Metapsíquica”, explica la aparición de espíritus o fantasmas, por medio del ectoplasma, y sostiene que estas apariciones no desmienten ninguna ley biológica. Van Der Elst no niega esas apariciones; pero las explica por medio de trucos, y satirizando a los que defendemos la escuela de Richet, y dando a la ciencia el nombre de “metatruco”. Lo que más le molesta a Elst, es que sean solo unos raros, unos privilegiados, los que gocen del don de provocar estos fenómenos. ¡Qué le vamos a hacer! Pero el camino está abierto para todos; aunque es evidente que resulta más difícil seguirlo, que ridiculizar a esta Ciencia. Por eso, muchos hombres que tienen solo fama de científicos, eligen el más fácil: el de mofarse, en vez de estudiar y experimentar. Por lo demás, el truco que hace el Instituto cuyo encargado de cursos es van Der Elst, al valerse de él como portavoz, y lanzar un artículo sentencioso, es más burdo que las fotografías que trae; pues nadie, ni Richet, ignora que se pueden hacer fotografías semejantes. El asunto que expone, pues, el profesor mencionado, no es nuevo, sino muy fiambre. Yo estoy convencido de que, el día que los médicos sean más espiritualistas, encontrarán la causa de algunas enfermedades misteriosas, que no ceden a las drogas de la farmacia, y como la causa de tales enfermedades es espiritual, han de ser también espirituales los remedios con que han de atacarse, de otra manera es perder tiempo, dinero y paciencia. Este es mi humilde parecer.
—La Teología resuelve todo esto —dijo el cura.
—¿Qué hace la Teología? Señor cura, usted dispensará mi franqueza, pero aquí veo nuevamente que no se puede estudiar Teología impunemente —respondió Rasmussen, y continuó: Hay muchas cosas, de que la gente aquí en Europa, no tiene siquiera la menor idea, que no son en manera alguna superstición y cuentos para niños.
El profesor Mertin tenía un miedo enorme de que el cura volviera a discutir con Rasmussen y trató de dar nuevamente otro rumbo a la conversación.
Después de reflexionar algún rato, quiso unir las ideas del cura con las del Cónsul.
—He leído alguna vez, de la célebre Imagen de la Virgen en México (la Virgen de Guadalupe). Según se cuenta, dicha Imagen hace una competencia escandalosa a los médicos de allá.
—Estoy completamente convencido de los milagros de estos balnearios, si se toma la palabra “milagro” como la denominación de algo no trivial, de algo extraordinario. Yo comparo la labor del espíritu humano, con una batería eléctrica. Nosotros podemos determinar la fuerza de nuestra batería cerebral, nuestra energía mental, lo mismo como en la electricidad. Cuanto más fijos tiene dirigidos un hombre sus pensamientos hacia un solo punto determinado, tanto más poderosa es la fuerza mental que puede desarrollar y emitir, de la misma manera que 10 o 20 baterías eléctricas tienen más fuerza que una, es así también cuando 20 y aún 100 personas concentran sus pensamientos a un mismo tiempo, sobre un punto determinado. Alrededor de la imagen de la Madre de Dios de Lourdes, circulan fuerzas vitales y curativas, sobre las que la fe firme de los necesitados y enfermos, ejerce un efecto atrayente. Las curaciones de la virgen de Montserrat son más notables, y sé que es así. Esa montaña tiene fuerzas desconocidas. Vea usted, en la obra del gran Lienhart, lo que se dice de las curaciones portentosas y de las fuerzas de la Montaña Catalana.
—Esto deben ser seguramente fantasías sin ninguna base científica — interrumpió el consejero Schilling—. La ciencia actual sabe perfectísimamente lo que significa la producción de fuerza. ¿O cree usted, señor cónsul, que estas fuerzas de que usted habla, son de carácter sobrenatural?
—De ninguna manera. No acepto nada como existente, que se halle más allá de la física. Yo no reconozco ninguna metafísica. Para mí, todo es físico; aun el alma y el espíritu, tienen que comportarse, a mi parecer, en consonancia con las leyes físicas.
—Entonces, ¿es usted materialista? —¡Oh, no! Hasta soy espiritualista convencido. Soy también metafísico; pero sólo en el sentido de que hasta supongo con predilección cosas que tenemos que contemplar con nuestro ser interior, con los ojos del espíritu. Dios obra por las leyes naturales.
—Pero usted, ¿no ha considerado esta cuestión jamás desde el punto de vista puramente científico? ¿Ve usted? Yo, como médico, estoy acostumbrado a tomarlo todo por el lado práctico —respondió el profesor Mertin—. Yo acepto solo como válido lo que yo mismo y lo que autoridades reconocidas han demostrado.
—Perfectamente, mi querido profesor —contestó Rasmussen—. Pero, en la investigación de tales cuestiones no llegará usted seguramente muy lejos con el saber común y el criterio autoritativo. ¿Qué otra cosa es la ciencia de hoy, que una combinación de creencias, suposiciones, fanatismos, teorías y pareceres, basados en autoridades que se contradicen a cada momento? Y, precisamente y muy especialmente, en lo que respecta a la medicina interna, señor profesor. En esto sobresalen las ciencias ocultas de las ciencias comunes. Ellas no se limitan a los simples cinco sentidos, sino que su radio espiritual de entendimiento, va más allá, y esto por vía especulativa.
—¿Qué significa “vía especulativa”? —preguntó el profesor Mertin—. Yo me atengo a los hechos. Yo no puedo ocuparme en especulaciones. Con preferencia me entretengo con la mecánica de los fenómenos. No es posible que existan dos clases de ciencia: una ciencia exacta, y una ciencia oculta. O bien, una cosa es ciencia, y en tal caso es exacta; o no lo es, y entonces tampoco es ciencia.
—En cierto sentido, tiene usted razón, señor profesor. Las más de las veces, nosotros los hombres, solo disputamos por palabras y conceptos. Para mí, la ciencia oculta significa lo inexplorado, lo que aun está oculto a la generalidad y a los representantes de las universidades, pero que ya se cultiva en escuelas reservadas y en sitios secretos. El investigador común, suele acrecentar la luz de la ciencia general, pero esta luz no siempre atraviesa también las tinieblas de lo inexplorado. Cuanto más se extiende la luz, tanto mayor va siendo el círculo de la oscuridad bordeada. Los hechos constituyen el esqueleto de la ciencia. La especulación es el espíritu absolutamente. Los hechos pueden engañar también. Usted como médico tendrá que convenir en ello. En la ciencia de usted reina un verdadero caos de empirismo, pues una corriente continua de métodos y remedios se empujan entre sí, apareciendo cada mes, por lo menos, una cosa nueva a la que se atribuye un efecto colosal, para que sea sustituida luego, bien silenciosamente, por otro remedio nuevo, destinado a su vez a sufrir la misma suerte. ¿Es, en realidad, ciencia, mi estimado profesor, su medicina interna? Yo exijo de una ciencia, que esté basada en un progreso y concordancia constantes, como ocurre casi siempre en la física, en las matemáticas. La medicina de hoy, lo mismo que la de ayer, esta directamente, de un modo manifiesto, embrollada en la aplicación de sus medios, tal como si solo se hubiera hecho para un Moliere y sus caricaturas.
—¡Ah! Usted parece estar muy prevenido contra nuestra medicina, señor cónsul! El consejero Schilling, hacia ya sobrado tiempo que no podía aguardar el momento en que pudiera decir algo también. —Así les sucede a la mayor parte de los naturalistas, magnetópatas, hidrópatas y homeópatas, y como se denominan todos los demás “ópatas” existentes. (Risa general). Últimamente, existen también psicópatas.
—¿Es usted un partidario de ellos? —preguntó el cura Bromm al cónsul.
—Sí, señor. Es que yo considero precisamente al hombre entero, cuerpo y espíritu. Por consiguiente, pertenezco a una escuela que los señores de la medicina aquí aun no reconocen como justificada. Y fue un tal Albrecht de Haller quien asentó: “Naturaleza, ni grano ni cáscara es, pues lo es todo de una vez”. Pero como yo veo que lo espiritual es lo que prevalece, y que abarca tan extremamente mucho, reconozco la necesidad de dedicar preferente atención a estas consideraciones espirituales.
—Yo aún no he encontrado el alma en el cuerpo, a pesar de haber hecho ya la autopsia de muchos cadáveres —dijo secamente el profesor Mertin. —En el cadáver no encontrará usted alma ninguna, señor profesor, pero en el lecho del enfermo, allí podrá usted verla. Piense usted, solamente, lo sublime que es observar este aspecto: cómo los glóbulos blancos accionan en el organismo, acosando a los seres microscópicos que han penetrado en la sangre, haciéndolos inofensivos. Estas células blancas están construidas de átomos. Y un átomo constituye un mundo maravilloso en pequeño, que posee inteligencia en sí mismo; ya sea que represente una parte del espíritu humano o ya de una piedra. Y la ciencia oculta se dedica justamente a dominar la fuerza radicada en el átomo y a dirigirla y manejarla según se quiera. Aducimos los fenómenos de la naturaleza, también a la mecánica, pero conocemos las leyes de esta técnica.
Toda la conversación se había desarrollado entre Bromm, Schilling, el profesor Mertin y el Rosa-Cruz; Rasmussen y el jefe de la casa ya consideraban la cosa como malparada, pues se había prometido otra cosa de la noche. Con sumo gusto hubiera visto que Rasmussen no hubiese sido interrumpido con tanta frecuencia, o que se hubiese presentado una oportunidad para producir alguna de sus ejecuciones mágicas.
No solo se habían retirado al cuarto contiguo algunos señores de avanzada edad, a quienes la cosa les pareció harto aburrida, sino que también Bernardo Reiman, el joven Emmerich y Juan de Reichenau, habían pasado juntos a la galería, encendiendo cada uno su cigarro.
Elfrida que con su coquetería juvenil y veleidosa sentía poco interés por la conversación entablada, y tanto menos cuanto que solo era ojos y oídos para el joven Reiman, cuya conducta modesta y elegante la impresionaba muy agradablemente, respiró con satisfacción al poder abandonar el cuarto sin ser vista, entrando en la galería, desde donde podía contemplarse la bóveda de un cielo admirable lleno de estrellas. Elfrida pudo unirse ahora sin cumplidos a la compañía de su primo para tener oportunidad de platicar con Bernardo Reiman.
También el profesor Mertin se había dado cuenta de este repetido apartamiento, interrumpiendo la conversación general con las siguientes palabras:
—Señores, ¿no quieren ustedes pasar, por algunos momentos, a la galería del jardín? Hay un aire tan maravilloso afuera y bien podemos continuar nuestra conversación allí. Entretanto, mi ama de casa, la señora Gruenfeld, nos preparará la mesa. La invitación del profesor fue aceptada con mucha voluntad.
El Rosa-Cruz fue uno de los primeros en pasar a la galería. Elfrida se hallaba entre Bernardo y Juan de Reichenau, comiéndose una naranja que se había llevado de la mesa, cuando su padre se le acercó con los otros señores. ella estaba ocupada precisamente en quitar algunas pepitas de la fruta, cuando la interrumpió el Rosa-Cruz con las palabras siguientes:
—Señorita, ¿me permite usted suplicarle que me dé también algo de la hermosa fruta?
Elfrida quedóse algo confusa ante esta aparente pretensión, pero tomó la cosa burlonamente y le respondió:
—¡Con mucho gusto, señor Cónsul! ¡Tome usted, por favor!
—¡Muchas gracias, pero no quiero tanto, un solo grano me basta!
—Pero esto no se puede comer —profirió Elfrida riendo—. ¿Qué quiere usted con ello?
—Enseguida lo verá usted. Atraídos por la conversación, casi todos los demás invitados se habían reunido alrededor del Rosa-Cruz, quien señalando una maceta llena de tierra, dijo a Elfrida:
—¿Está desocupado este tiesto? ¿Puedo tomarlo?
—Ya lo creo, señor Cónsul, tómelo, pero no se de la pena de plantar el grano, pues estos bichos no brotan.
—¡Quizás tenga yo más suerte que usted, muy apreciable señorita! ¿Vamos a probarlo?.
—Por mi parte, con mucho gusto, señor Cónsul.
Rasmussen se dirigió hacia los demás señores:
—Señor Profesor, espero que no supondrá usted que yo haya preparado esta tierra y me haya entendido con su hijita.
—¡Ca! ¡De ninguna manera, señor Cónsul! Este tiesto lo conozco muy bien; yo mismo he puesto la tierra.
—Quisiera suplicar a los señores, guarden un momento el mayor silencio posible. Ninguna pregunta, ninguna observación debe estorbarme.
Todos rodeaban, con atención intensa, al Rosa-Cruz, quien había metido el grano en la tierra, y abrazaba el tiesto con ambas manos, como si quisiera calentar su contenido. De repente cerró los ojos y murmuró una oración. Luego, incorporándose, sostuvo las manos como bendiciendo sobre el tiesto y sopló repetidas veces su aliento sobre la tierra. Todos le contemplaban, con la vista inmóvil. De repente, la tierra se empezó a mover como si quisiera salir de ella un gusano o un escarabajo. Pero no: era verde, era la planta. Primero, el germen que se bifurcó. Dentro de cuatro minutos habíase formado un pequeño arbolito, que crecía con tal rapidez, que podía verse directamente cómo aumentaba de milímetro en milímetro.
El consejero Schilling se sonrió. Como si hubiese reconocido el truco, tomó al cura Bromm del brazo y lo llevó a un lado.
—¿Sabe usted lo que es esto, mi estimado señor cura?
—No —respondió el teólogo—. Esto no es cosa natural. Este hombre tiene fuerzas diabólicas.
—Pero no; tonterías —replicó condescendientemente el consejero Schilling—. Esto es una cosa muy natural. Este hombre sabe hipnotizar. Esto de la planta es solo un engaño, pues en realidad no existe. Si yo tuviera ahora un aparato fotográfico, haría un retrato y usted vería que no hay absolutamente nada en el tiesto. En la India se hizo lo mismo. Luego volvieron a fijar su atención en el experimento,
Rasmussen parecía estar algo extenuado: tenía la cara colorada, respiró profundamente y dijo con un suspiro:
—Bueno, señorita. Este arbolito se lo regalo a usted como un recuerdo. Lástima que el invierno del norte no le traerá seguramente fruto alguno. Pero cuídelo, sin embargo; este verano lo sobrevivirá aún, Tableau...! El señor cura miró desconcertado al consejero Schilling. La teoría de la sugestión, en masa, había fracasado cuando Elfrida podía guardarse el tiesto.
Reinaba un silencio general. La admiración de algunos llegaba casi al espanto, al terror. Otros, en cambio, cuya hipótesis teórica había quedado tan repentinamente tergiversada, sentían un cierto rencor secreto contra el Rosa-Cruz.
Solo Elfrida, que no se hacía grandes cavilaciones sobre lo infinitamente admirable de lo que el Rosa-Cruz había realizado, sintió una alegría verdadera por su regalo.
El profesor Juan Mertin fue el primero en reponerse. Sentíase totalmente arrebatado de admiración, pues estaba convencido de que no había podido tomar parte ningún engaño, y ninguna trama. Pero era hombre práctico, impasible hasta lo más íntimo. de pronto, acordóse de la narración de Reiman, de que el Rosa-Cruz había transformado en Hamburgo, plomo en oro, y con la mayor desfachatez, dirigióse a Rasmussen con las siguientes palabras:
—Señor Cónsul, usted me ha convencido. Me inclino ante los hechos. Ahora permítame usted una pregunta: ¿Es el hacer oro, igualmente tan fácil como esto de ahora?
Rasmussen se echó a reír.
—Mucho más fácil aún. Cualquier criatura puede aprenderlo en cinco minutos. Opinan algunos que la crisis económica que pesa sobre muchos países del mundo actual, se debe a la escasez de oro y que todo está almacenado en los Estados Unidos. Las minas ya no producen lo suficiente. Y digo yo: ¿Dónde se halla el oro que produjeron? Es imposible que toda esta cantidad esté guardada en Norteamérica. En todos los tiempos y por doquiera, sobre el globo que habitamos, se ha sacado oro de las entrañas de la tierra. Este oro existe, ya que nada se pierde. Podrá de forma, es decir, la moneda acuñada podrá ser fundida para convertirse en alhajas, aunque podemos creer que muchas más alhajas se hayan convertido en monedas, porque los pueblos antiguos amaban más las joyas que el dinero. Sabemos que muy anteriormente, en la edad de bronce y de hierro, se buscó y se encontró oro en la Siberia. Testimonio elocuente dan de ello multitud de objetos hallados recientemente, que aquellos mineros de edades pasadas dejaron en los socavones que hoy se conservan como especies arqueológicas en los museos. Los romanos tuvieron lavaderos de oro en el Rhin y en la Eder, cuya posesión sirvió muchas veces de disputa entre los hombres venidos de Roma y los germanos. Durante aquellos tiempos, en Silesia trabajaron en una mina cuatro mil obreros. También los austriacos explotaron minas de oro para enviar el producto a Roma, por un valor que equivaldría a unos diez millones de pesetas anuales, según cuenta la crónica. Francia poseyó también minas de oro riquísimas, y en la antigüedad, cuando la invadieron los romanos, sacaron solamente de un templo de Tolosa, un tesoro evaluado en catorce millones de pesetas. La aristocracia romana usaba servicios de oro macizo, así como multitud de utensilios de uso corriente, por el estilo de los que hoy se hacen de aluminio. Asia poseyó tesoros fabulosos, y cuentan que los conquistadores de Nínive, es decir, los guerreros de Babilonia, recogieron un tesoro de mas de cincuenta mil kilos de oro puro y cuando se apoderó el rey persa de Babilonia, durante el siglo VI de nuestra era, halló, solo en el templo de Baal, una cantidad de oro evaluada en sesenta millones de pesetas. Pero ¿a dónde dejamos a España? Las minas que existen cerca de la Coruña, las Médilas en Ponferrada, de Gijón y Salamanca, dieron a Roma cuatrocientos ochenta mil kilos de oro, y se emplearon sesenta mil esclavos para sacarlo. Si nos imaginamos toda esa enorme cantidad de oro que se trajo después de México y del Perú durante el tiempo de la ocupación española, consideraremos que no es nada lo que hemos apuntado anteriormente. Durante el pasado siglo, ¡cuánto oro no dieron los lavaderos y minas de California, Austria y Nevada! Solo el Transvaal, dio, durante siglos, ciento ochenta mil kilos anualmente. Aun hoy día, la cantidad de oro que rinden solamente los Estados Unidos, México, Canadá, Australia y Rusia, es de setecientos mil kilos por año, y para transportar esa cantidad se necesitarían setenta vagones de ferrocarril. Supongamos ahora por un momento esta cantidad transportada durante siglos y siglos e imaginémonos la montaña de oro que representa. Reunido, pues, todo lo actual y lo anterior, acumulado durante siglos y siglos, formaríase un montón inmenso, asombroso... y, sin embargo, ¡hay escasez de oro! Deberíamos descontar, naturalmente, una cantidad desgastada por la acción del tiempo; pero, ¿dónde está todo lo demás restante? Pues, amigos míos, en los sótanos de los Bancos. Estos institutos parasitarios guardan como usureros el metal amarillo, porque saben que mientras más lo escondan, mas valor tendrá. Más fuerte, empero, que sus cajas blindadas es el genio moderno. Ya el cable nos trajo la noticia de que un químico alemán convirtió el mercurio en oro, mediante una corriente eléctrica especial. Ya la fabricación sintética del oro, que hasta ayer era hipotética, se ha convertido en algo real, científico. Solo es cuestión de tiempo, y yo digo de poco tiempo, para que sea práctico, es decir, que sea barato, pues hoy pasa con la fabricación de oro, como con la fabricación de brillantes, o, mejor, diamantes sintéticos, que aun salen más caros que los naturales; pero ¿mañana...? Los químicos de hoy día, si se ríen de la piedra filosofal de los alquimistas, son ignorantes, pues su misma química ya resolvió el problema y su ciencia ya dio con la clave del misterio. El problema social, que está íntimamente unido al capitalismo, representado por el oro, ¿se resolverá ese día? Yo creo que no. el día en que se derribe este ídolo, otros se levantarán y el destino del hombre será el ídolo mismo, mientras predomine en él la ambición, por encima del altruismo y del amor al prójimo...
—Venga usted —respondió el profesor Mertin, poniendo su mano sobre el hombro de Rasmussen—. La mesa está puesta: vamos allá y explíquenos usted algo de alquimia.
Todos volvieron a entrar en la sala y tomaron asiento alrededor de la mesa de té, elegantemente servida.
Enseguida el profesor Mertin tomó la palabra:
—Bueno, señor Cónsul, cuéntenos cómo se hace el oro; pero como Rosa-Cruz, por magia. Yo quisiera ayudar al gobierno a cubrir las cargas de la guerra. Rasmussen se sonrió, tomó un gran sorbo de té y luego se dirigió a todos los invitados:
—Señores: Permitan ustedes que les conteste con un cuento que mi viejo amigo, don Francisco Hartmann, relataba casi siempre, cuando le preguntaban: ¿Cómo se hace el oro?
—Cuente usted.
—Una vez, Francisco Hartmann fue visitado por un discípulo. “Maestro” —le dijo éste—, “deme usted la piedra filosofal y el procedimiento para hacer oro”. El maestro le dio un pequeño paquete con unos polvos rojos, indicándole que debía echarlos en el plomo en ebullición, que inmediatamente se transformaría en oro, bastando una cantidad mínima de los polvos. Pero había que echarlos con suma lentitud, es decir, empleando de tres a cuatro minutos, por lo menos, y con una sola condición, sine qua non, que, durante la experiencia, no debía pensarse en ningún burro. “¡Cómo!” —exclamó el discípulo—. “Lo dice usted en serio?” “Sí, completamente en serio”. Hágalo así. “Bien, así lo haré”. El discípulo se marchó. Lo probó y lo volvió a probar siempre de nuevo; pero nada logró. Por más que se esforzara, tenía que pensar siempre en el desdichado burro. por fin se presentó nuevamente al Maestro, y le reprochó: “Usted tiene la culpa de que no pueda hacer oro. Si usted no me hubiese hablado del burro, no se me hubiera acudido jamás pensar en ese animal”.
—Así, pues, señores —volvióse ahora Rasmussen hacia el profesor Mertin—, ahí tiene usted la receta. El cura Bromm dijo:
—Este ha sido un chiste por excelencia.
—De ninguna manera, señor reverendo —prosiguió Rasmussen muy serio—. Lo que les he contado no es ningún chiste, sino la pura verdad. Si el discípulo hubiese tenido tal poder sobre sus pensamientos, que hubiese podido excluir de su memoria la indicación del Maestro, entonces habría tenido el poder de hacer oro. Prueben, por una vez señores, a permanecer un par de segundos sin pensar en algo y verán ustedes que no lo pueden hacer. Yo lo puedo y por eso soy capaz de efectuar estos fenómenos, lo que solo realizo como excepción y obedeciendo a indicación superior.
Estas últimas palabras no dejaron de ejercer una profunda impresión en los presentes. Se produjo un silencio general y ya nadie se atrevió a dirigir la palabra a Rasmussen.
El profesor Mertin no dejó de dedicar al Rosa-Cruz frases de agradecimiento por la noche tan entretenida y le pidió perdón por si él o alguno de los otros señores se hubiesen propasado en algo, quizás, en sus preguntas y respuestas.
Rasmussen y Reiman fueron los primeros que abandonaron la sociedad, mientras que los demás se quedaron aún, para cambiar impresiones sobre tan interesante noche.
-Capítulo X-
Ya en la calle, Bernardo volvió sobre el tema del oro; y entonces Rasmussen amplió sus explicaciones, diciendo:
-El matraz, la gran retorta de la Alquimia, en nuestra tierra. El fuego que arde en la transmutación son nuestros sentimientos y pasiones, que hacen hervir constantemente el metal (nuestra personalidad), para que las escorias se aparten y resulte limpio el oro de la iniciación de nuestra individualidad. El sabio Rutherford ha logrado desintegrar el fósforo, que es el cuerpo con átomo más pesado. Este átomo contiene 31 protones, y el oro que tiene mucho más, alcanza a 197. Si tuviera más, como el radio por ejemplo, podría estallar, bombardear más manifiestamente. El átomo del oro se compone de un conjunto de 193 protones y 118 electrones. Después sigue el mercurio con 200 protones y 120 electrones. Sabemos que todas las transmutaciones se obtienen sacando protones del conjunto; y por eso hizo bien Mierthe en valerse del mercurio para obtener oro, pues quitándole protones y electrones hasta obtener los que tienen el oro, ese metal tenía que resultarle por fuerza. Ya el hombre no necesita ir a remover las entrañas de la tierra para sacar este metal amarillo, que ha sido la felicidad para algunos y también la desgracia para la mayoría de los que lo han poseído en exceso. El año pasado, las rotativas de Inglaterra habían traído la noticia de que un inglés había logrado hacer oro, pero luego resultó ser un charlatán, que al hacer la demostración había escamoteado el producto poniendo oro natural en su lugar. El mundo estaba, pues, sobre aviso y al leer la noticia en la prensa, pudo creer que se trataba de un nuevo “bluf”, ya que el oro es un elemento cuya fabricación hasta ahora muchos creían imposible. Podemos estar sin cuidado; el químico que ha resuelto el problema, no es un desconocido; su nombre solo es una garantía de que cuando él lo ha lanzado a la publicidad, el hecho es real y positivo. El Consejero del Imperio, Profesor Universitario, doctor Miethe, es una figura conocida en el mundo entero; es una especie de Edison alemán que ha inventado una serie de aparatos ópticos y hasta la luz de magnesio en su aplicación actual se debe al genio de este inventor. Pocos días antes de estallar la guerra mundial, una expedición de hombres científicos del mundo entero se había trasladad a Noruega para observar el día 21 de Agosto de 1921 el eclipse solar; en aquel entonces el nombre de Miethe estaba en boca de todos, pues él presidía la Junta de estos sabios. De manera que, al oír el nombre de Miethe, todo el mundo se quita el sombrero, pero los inventores son dos; además de Miethe el cable mencionó al doctor Stammreich. Si el primero de los mencionados lleva la experiencia de los años, pues ha encanecido en el laboratorio, Stammreich cuenta apenas veintiún años, él es todo ilusión. Los catedráticos de Alemania son muy exigentes al escoger sus ayudantes, y, sin embargo, Miethe no tuvo empacho alguno de manifestar ante la Junta Universitaria, que este joven le había llamado la atención durante el curso, por sus atrevidas concepciones. La química conocía, desde antes del descubrimiento de Curie, la descomposición de las sustancias radioactivas. El que lee las obras de Mme. Curie, sabe que el radio se descompone en el espacio de 2000 años y que la ciencia era impotente tanto para acelerar como para detener este proceso; el inglés Rutherforth deshizo por medio de una corriente eléctrica los átomos del nitrógeno. Más allá nadie se había atrevido aún; hasta hoy día Miethe ha logrado descomponer el azogue, obteniendo oro puro y legítimo. Teóricamente este asunto ya estaba resuelto hace mucho tiempo, pues todo estudiante de Química conoce la siguiente fórmula: Hg-He-Ae=Au, lo que quiere decir; azogue menos helium, igual a oro. Sabemos que el peso atómico del azogue era 201, y que un átomo de oro pesaba 19. Restaban, pues, cuatro, que era el peso atómico del belium o del hidrógeno. Pero la práctica era lo difícil, ¿cómo transmutarlo? Solo al pensar en la transmutación de metales parece que salían de los sepulcros los Rosa-Cruz de la Edad media; era despertar de su tumba a un Paracelso, era dar crédito a lo que se llamaba superchería de Nostradamus y Cagliostro, que bajo el nombre de Saint-Germain transmutaba el oro en las retortas de la alquimia. Así como muchos fenómenos y hechos realizados por aquella gente medieval han sido combatidos por una superchería indigna, y sus obras descansaban empolvadas en las bibliotecas de las Universidades y Conventos, ya hay hombres que sacuden este polvo de siglos, leen entre líneas y se lanzan a experimentar y seguramente que los sabios alemanes no podían esquivar tampoco esta ola que ha invadido la ciencia moderna para escudriñar en el pasado. En muchos inventos dicen que la casualidad facilitó a los hombres de ciencia el sendero de sus grandes descubrimientos. Yo no soy escéptico, no creo en la casualidad y soy partidario de la causalidad, creo en el destino, acepto la intervención de la mano de un Todopoderoso que guía a los hombres. pero escuchemos lo que dice el inventor: “El año pasado un fabricante, el ingeniero Jaenicke, me facilitó una lámpara nueva, y ésta, dije, una más; en la práctica vi que dejaba cierto residuo que, poco a poco, la inutilizaba. “Llamé al inventor de la lámpara para ver como podía subsanar este inconveniente; él me dijo que desconocía la composición de este residuo. “Como químico inmediatamente lo analicé y ¡encontré oro! De manera que en esta lámpara se había hecho la transmutación. Mi ayudante y yo inmediatamente nos pusimos a construir aparatos donde poner el azogue durante 200 horas bajo una corriente eléctrica de 2.000 vatios y así logramos la descomposición del azogue”. Este es el secreto de la transmutación del oro, sencillísimo desde el punto de vista teórico; pero debe ser muy complicado y carísimo en la práctica, pues el mismo Miethe dice que, hoy por hoy, su descubrimiento no tiene aplicación práctica, no es más que una experiencia de laboratorio. Pero yo digo, ¿y mañana?, y no quiero decir con este mañana los siglos venideros, yo tengo la seguridad que es sólo cuestión de años, y este problema será prácticamente resuelto. Mientras tanto, los químicos deben investigar, deben dedicarse a la transmutación, éste es su campo del porvenir y nosotros, los que no somos químicos, también transmutemos, descompongamos en el crisol de nuestra personalidad nuestros vicios y pasiones para que resalten transmutados en el oro de la virtud y de la caridad; quizás podamos descubrir como el químico en su matraz, cosas encerradas en nuestro yo interno.
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Extraído de la Novela Rosacruz del Frater: Dr. Krum Heller R+C (Maestro Huiracocha)