"Rosacruz 5"
-Capítulo V-
Pero volvamos a casa de la madrastra del joven Reiman. El reloj dio cuatro campanadas y para apreciar con más exactitud la hora, dirigió una mirada desasosegada a la esfera.
Eran las cuatro y su hijo no se encontraba aún en casa, a pesar de que la clase acababa a las doce.
Su esposo, que como ya saben nuestros lectores era el propietario de una fábrica de tejidos, la miraba con algo de indiferencia. Tenía ocupaciones serias que su esposa no podía comprender.
El señor Reiman había sido en sus segundas nupcias un tanto desgraciado, pues su esposa no era una de esas mujeres con las que pueden compartirse penas y alegrías. No era ella la madre de Bernardo. Sin embargo, y como quiera que había sido la única madre que éste conociera, habíale tomado cariño hasta el extremo de que nada había tan penoso para ella como recordar que no era madre, sino madrastra del joven.
Hoy se encontraba más intranquila que de costumbre. El proceder de Bernardo era tan desusado que a ella le parecía inaudito. No podía en modo alguno comprender lo que pasaba por el joven Bernardo. Por fin no pudo por menos de dirigirse a su esposo un tanto indignada:
—No sé qué interés tendrá Bernardo en pasar horas enteras en casa de Elsa. Ahora que está en vísperas de terminar sus exámenes y que debería intensificar sus estudios... Pero es natural. Como tú le dejas que haga cuanto quiere, sin reprenderle. No tienes carácter para dirigirle. como su marido callara, ella continuó:
—Cuando días pasados se quedó en Hamburgo, no se te ocurrió decirle nada. Si yo no le escribo instándole a venir inmediatamente, Dios sabe el tiempo que le hubiésemos estado esperando. Quizá aún estaría allí. Poco tiene él ni tú tampoco en cuenta, que cuando se quiere ser algo de provecho en el mundo, se han de concentrar los esfuerzos. Mucho más cuando se trata de una carrera como la suya, si es que no ha de ser una mediocridad.
El señor Reiman seguía escuchando con paciencia, mientras ella seguía el curso de sus propios pensamientos.
—¿No hubiera sido mejor que se hubiese dedicado a la medicina en general? Tan solo con el ansia de curar a Elsa, se ha empeñado en dedicarse a los ojos; y luego, ¿para qué? ¿Acaso puede tener cura un ciego de nacimiento? Al llegar a este punto Reiman no pudo contenerse y exclamó:
—Deja que las cosas sigan su curso natural, que la vida no la podemos sujetar a nuestro capricho. Deja que el muchacho obre, que quizá no va tan mal guiado como tú te figuras.
Estas palabras que fueron acabadas con una sonrisa, un sí es no es irónica, exasperaron algo a la señora Reiman.
—Ya sé que tú no harás otra cosa que reírte cuando con razones trato de indicarte el peligro que corre tu hijo. Todo lo que él hace te parece bien, cuando te estaría mucho mejor prohibirle sus idas y venidas a casa de esos pobretones de Kersen.
—¿Qué quieres decir con eso de pobretones de Kersen? ¿A quien te refieres?
—¿A quién me he de referir, sino a esa despreciable señora Rasmussen, viuda de Kersen?.
—Augusta, te suplico que te refrenes —dijo en tono excitado el viejo Reiman—. Vergüenza debería darte expresarte de esa manera. Sabes tú muy bien, que su marido, el padre de Elsa, toda la vida ha trabajado para nosotros; y tengo la convicción íntima de que lo que poseo se lo debo a ellos; que, para sí mismos, si no hicieron mayor fortuna, fue en primer lugar por culpa nuestra. Yo estoy persuadido de que constituye un deber mío velar por esa mujer, y lo haré, pese a quien pese. Y en cuanto a tu repetido tema de la pobreza, no es tanto como a ti te parece. La viuda de Kersen tiene su hermano en México, del cual se dice que posee inmensas riquezas, y del que Elsa ha de ser, sin duda, la heredera. A propósito, dicen que actualmente se encuentra en Alemania. Yo por mi parte celebraría que la familia Kersen encontrase el apoyo de alguien; lo necesita, sobre todo Elsa, que se encuentra privada de la vista.
—Sí —dijo la señora Reiman riéndose sarcásticamente—; ¡ahora podrá comprar la señora Kersen vestidos mas lujosos!
—Te suplico, Augusta, que dejes esa actitud, —dijo el señor Reiman, con tono enérgico.
—¡Ah! ¿Con que tanto interés tienes por la señora Kersen? También creerás, sin duda, que no hay nada que decir, si Bernardo pierde el tiempo lastimosamente en su casa.
—¡Siempre con el mismo tema! —exclamó él con manifiesta impaciencia—. Ya de tiempo sabes que si va allí Bernardo, es a dar lecciones a la niña.
—¡Lecciones! ¿eh? —exclamó su esposa—. ¡Y a la niña! ¡Una niña de dieciocho años! ¡Ya es hora de que aprenda algo! ¡No ha dejado de darle clases desde que tenía cinco años!
—El tiempo de jugar no es el tiempo de aprender.
—No, no creas que confundo las edades; pero no las confundas tú tampoco, y ten en cuenta que ya no son niños, y que, si no pones remedio y evitas el que se vean con tanta frecuencia, no se dejarán esperar las consecuencias.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Reiman, a quien no se le escapaba el alcance de las últimas frases de su esposa.
—Nada, sino que el mejor día puede a Bernardo ocurrírsele que quiere casarse con ella —contestó su esposa tratando de suavizar su intención.
—¡Bah! —contestó encogiéndose de hombros el señor Reiman —dejemos esta cuestión. Elsa es ciega, y mi hijo podrá casarse con aquella que su corazón le indique. Tenía él intención de acabar aquel asunto y tornó a emprender una lectura que antes comenzara su esposa, sin embargo, continuó:
—Pues si lo crees así, no sé a qué consentir que Bernardo esté allí siempre. ¡Nada tenemos que ver con esa gente! El señor Reiman suspendió de nuevo la lectura.
—Tener que ver, sí que tenemos. Tú sabes muy bien que yo conocía a la señora Kersen antes de conocerte a ti, y que fue tu mejor amiga antes de casarse con Kersen. Ella misma te presentó a mí. Además sabes también, que en los primeros años de su matrimonio, nuestra amistad fue de las más íntimas.
—Lo pasado, pasado está.
—Sí, es cierto; pero, con todo, no extrañes que me alegre y me satisfaga el que mi hijo sea consecuente con una amistad de su infancia. Prefiero que sea así a que sea como la mayor parte de los jóvenes de su tiempo. Reconozco un mérito en su proceder. Te aseguro que no he podido por menos de sentir alegría y casi orgullo al ver cómo la carita de la pobre ciega se iluminaba de alegría tan solo al sentir la voz de Bernardo. Hizo una pausa el señor Reiman, y, como su esposa callara también y él no quisiera volver de nuevo a reemprender la conversación, se levantó de su asiento y salió del comedor. Pensando dónde se dirigiría, se detuvo un momento indeciso y encendió un cigarrillo. Cogió después el sombrero con el propósito de marcharse a la fábrica, cuando oyó pasos, en la escalera, de alguna persona que rápidamente la subía.
—Buenos días, papá —dijo Bernardo abriendo violentamente la puerta del comedor.
—Buenos días —contestó el señor Reiman—. Ya me figuraba que eras tú quien subía. El mejor día vas a subir de un salto toda la escalera.
Contempló a su hijo un momento con satisfacción. La mirada viva, franca y noble del joven le dio a él la misma confianza que ella expresaba. Había en sus ojos azules un brillo de energía y decisión, que denotaba al hombre cuyo pensamiento no está manchado y que tiene confianza en sí mismo.
—¡Qué! ¿Estudias mucho?
—El doctorado no cae del cielo; y estos últimos días de preparación de examen, me tienen bastante atareado.
—Bien, bien; no te descuides en tus estudios. Hasta la vista.
Bernardo marchó a su cuarto. Cuando entró en él, estaba toda la habitación inundada de luz solar. El aspecto interior denotaba que su dueño era hombre de gusto. Había en ella dos sillones de cuero que parecían formar juego con un sillón del mismo color, dos o tres cuadros de algún pintor notable, una mesa y un diván. Unas amplias cortinas de color blanco verdoso cubrían las ventanas, que venían a dar sobre la fronda de los tilos del jardín. Toda la estancia parecía henchida de simpatía y bienestar. Bernardo, que amaba la media luz, corrió las cortinas hasta detener la invasión de sol y se sentó sobre el diván soñando en sus propias ilusiones. La quietud de la estancia, la luz suave y el cansancio del estudio de los últimos días, le hicieron a poco sentir un suave sopor que no tardó en convertirse en sueño profundo. Su sueño duró un tiempo que él no pudo apreciar; y cuando volvió a darse cuenta de su situación fue atraído por el leve rumor de unos pasos en la puerta de su gabinete. Abrió los ojos y vio que su madrastra se encontraba allí con el retrato de Elsa en la mano. Su gesto era de enojo, seguramente causado por los celos motivados por la preferencia que su hijastro tenía para la joven.
—¡Hola, mamá! —exclamó Bernardo—. Perdona que no haya ido a saludarte; creía que te encontrabas fuera de casa. Levantóse entonces y la besó en la frente. Dejó ella el retrato en el lugar de que lo tomara, con el ceño fruncido.
—Los hombres pronto se olvidan del respeto que han tenido a sus madres cuando niños —dijo.
—Mamá, tú no puedes decir eso de mí —dijo él un tanto sorprendido. Miró entonces con mayor detenimiento a su madrastra, y, viendo su expresión de enojo, que él no sabía a qué atribuir, pensó que tal vez no se encontrase bien.
—¿Qué tienes? —le preguntó entonces cambiando el tono de la voz—. ¿Qué te pasa?
—¿Quieres decirme qué es lo que significa el retrato de una joven en tu habitación?
—¿Te refieres al retrato de Elsa Kersen?
—Precisamente a él me refiero. No veo qué necesidad tengas de ese retrato aquí donde no puede servir de otra cosa que de distracción en tus estudios.
—No, querida mamá, la imagen de Elsa no me distrae ni me aparta de mis estudios. Casi me atrevería a decir que me ayuda en ellos, puesto que me alienta y sostiene en los momentos de duda.
—¡Bah! ¿esa pobre ciega? Pero, ¿en qué estás pensando, hijo mío?
—¿Es posible, mamá, que me preguntes eso? ¿No movería en tu pecho mejores sentimientos otra cualquiera desgracia? Piensa que la he conocido cuando era una niña y que ha sido la compañera de los juegos de mi infancia. Nunca he gozado más que cuando tú y su mamá me permitíais enseñarla a andar.
—A mí me sorprende tu memoria, hijo mío —fue cuando a la señora Reiman se le ocurrió contestar—. Todo eso pertenece al pasado.
—Pertenece al pasado, ciertamente, mamá; pero sobre ese pasado se ha edificado el presente. Elsa y yo hemos crecido juntos como hermanos y como hermanos nos hemos querido. Además, Elsa es un alma interesante. Sus dotes musicales son extraordinarias. Las más difíciles composiciones las ejecuta tan solo después de oídas, con una precisión extraordinaria. Seguro estoy de que si la oyeras interpretar la marcha nupcial de Lohengrin, te admirarías. Las composiciones de Buttner las interpreta mejor que Marte Fishbach. Para mí es un enigma su rápida ejecución. A veces cuando se cree sola, ejecuta algunas inspiraciones suyas de belleza incomparable. Cuando la escucho en tales momentos me recuerda a la médium musical Miss Chepard, que bajo la influencia de un ser invisible, tocaba al piano las composiciones más exquisitas. Y lo más extraordinario del caso es que Elsa tiene también facultades para el dibujo y la pintura.
—Supongo que no me tienes por tonta. ¿Cómo voy a creer semejante cosa?
—Sí, mamá; puedes creerlo. Es la verdad misma.
—Pero, hijo mío, ¿cómo voy a creer yo tal cosa? Puedo creer que toca bien, pues es cosa frecuente en los ciegos; pero de ningún modo que pinta o dibuja.
—Puedo asegurarte que es cierto lo que ella dijo un día: “No me siento tan desgraciada como ustedes me consideran; a ustedes les ha dado Dios la facultad de ver con los ojos, pero a mí me ha dotado de una mirada interna. Si ustedes tienen ojos físicos, yo tengo una vista del alma”.
—Todo eso, hijo mío, ni lo entiendo yo ni lo entiendes tú. ¿Qué quiere decir eso de una mirada interna? Bernardo sonrió levemente.
—Sí, madre; hay en efecto miradas internas. ¿No recuerdas tú aquella frase de Hamlet, de que hay cosas en el cielo y en la tierra que no puede saber nuestra filosofía?
—Sí, en efecto, recuerdo esa frase. La he oído usar en diferentes ocasiones como un parche con que espiritistas y ocultistas tapan cómodamente las lagunas de sus teorías. Bernardo sonrió de nuevo; y, antes de que contestara, continuó de nuevo su madre:
—Todo eso deben de ser las enseñanzas que adquiriste en Hamburgo de labios de Rasmussen. Me parece que el tal debe de ser un charlatán de alta escuela. Sin duda alguna, que has venido a dar con un buen maestro.
—Lo que dices e injusto. Todas estas cosas las conozco yo mucho antes de que conociera a Rasmussen y precisamente las conozco por Elsa, quien tiene facultades mediúmnicas o suprafísicas, bastante raras, y fue por ella por quien llegué a interesarme en esta ciencia. He leído varias obras espiritistas que explican perfectamente estos hechos. He tenido ocasión de comprobar las profecías del Médium Davies, el cual predijo la gran guerra. Y, sobre todo, lo que más me interesó fue el saber que pensadores tales como Schopenhauer, Kant, Hegel y Naquer, eran ocultistas. La señora de Reiman escuchó todo este relato y dijo después con una sonrisa un tanto sarcástica:
—Veo que en ti han hallado un buen discípulo que está dispuesto a creer todo cuanto te digan. Yo debo ser que no sirvo para esas cosas; me gusta creer tan solo en lo que veo.
—Tú eres de aquellos a quienes se refiere Jesús cuando dice: “Si no veis pruebas y milagros, no creéis”. Pero puede asegurarte que, si yo creo, es porque he visto estas pruebas y estos milagros. Y no, como tú crees, por Rasmussen, sino por la misma Elsa. permíteme te cuente algunos hechos para que juzgues con mejor conocimiento: Era ella muy niña todavía, cuando cierto día al caer de la tarde, su madre le preparaba una mesita en el jardín para cenar cerca de la glorieta en que ella se encontraba descansando; y notó que su cuerpecillo se estremecía, y, a poco, se puso de pie, en gran manera agitada. Acercóse su madre por ver lo que le sucedía y oyó que ella decía: —¡Socorro! ¡socorro! ¡Dios mío...! ¡Pobre gente! ¡Qué desgracia! Un barco tan hermoso y se hunde sin remisión. Y, al acercarse su madre, continuó: —¡Qué desgracia! La mole de hielo lo ha destrozado y oigo los gritos desesperados de las madres que piden auxilio por sus hijos. Cogióla su madre en los brazos, y poco a poco fue volviendo en sí, de tal modo, que al momento no se acordaba del incidente y se encontraba como si tal cosa hubiese pasado. Pocos días después traían los periódicos la noticia del desastre del Titanic.
La señora Reiman escuchaba con atención, Bernardo continuó:
—En otra ocasión, cuando ella ya tenía más de quince años, la acompañaba yo en un paseo por el jardín botánico. Era un día extremadamente caluroso y amenazaba tempestad. La lluvia había ya empezado a caer copiosamente y yo para protegerla la llevé bajo la espesa fronda de unos árboles del jardín. Los truenos comenzaron a retumbar a lo lejos. En esto y cuando yo la creía más tranquila, sale de debajo del árbol diciendo: “Mamá está muy preocupada por nuestra ausencia”. Y echa a andar con una celeridad rayana en la carrera. Intenté yo sujetarla un momento; y, con una energía de que no la creía yo capaz, se desasió de mis manos, siguiendo, sin desviarse, su camino, mientras me decía: “Apártate de ese árbol, si es que no quieres perder la vida”. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando, a los pocos pasos de seguirla, fui deslumbrado por un relámpago formidable, seguido de una estruendosa detonación!.Volví la cabeza atraído por un extraño crepitar y vi que el roble bajo el cual nos guarecimos, había sido abatido por una exhalación.
—Le debes, pues, la vida. ¿No es así?
—Así es, en cierto modo.
—Y seguramente que tu pintora ciega ha hecho algún cuadro con esas escenas, ¿no? Pura pose de comedianta.
—No te burles, ama, de estas cosas; créeme que son serias en verdad.
—¡Pues qué! ¿No aseguras que ha demostrado su talento para la pintura?
—Puedo asegurarte que así es en verdad —volvió a decir Bernardo—. Hace unas semanas tuve de ello una prueba muy curiosa: Estábamos sentados en el jardín, una tarde, al oscurecer. Ella tenía sobre su regazo un manojo de rosas. Tomó una de ellas y le dijo: “¿No es cierto que ésta es roja?” Y en efecto así era. Lleno de curiosidad, le pregunté: “¿En qué puedes diferenciar las rosas rojas de las blancas?” Y ella me contestó: “En que las blancas exhalan un aroma distinto del de las rojas”. Después un poco pensativa me dijo: “Quisiera que me expliques qué son las rosas, además del aroma que yo siento”. Entonces yo le expliqué su crecimiento, forma y disposición de sus hojas. Puse entonces algunos de los pétalos que se habían deshojado, en su mano, y ella con honda satisfacción me dijo: “Ahora ya sé como son las rosas. Dame papel y lápiz y verás cómo te pinto una”. Yo puse mi cuaderno de notas sobre la mesita del jardín, y coloqué asimismo mi lápiz en su mano. Apoderóse entones de ella un estado de nerviosidad extraordinario. Pasó varias veces la mano por su frente y, despacio al principio, luego rápidamente, fue trazando sobre el papel hasta dejar en él magistralmente dibujada una rosa con su tallo y hojas. Yo contemplé admirado el dibujo, que un artista no hubiera mejorado; y ella me dijo que creía que las rosas eran así, pues así las veía con su vista interna.
—Pero esto suena a charlatanismo —objetó su madrastra.
Bernardo repuso:
—Es verdad que suena a charlatanismo de las pitonisas, y todos conocen el significado de “ciencias exactas”, que equivale a Universidad, a matemáticas. Dos campos opuestos y, sin embargo, cercados por los últimos inventos. Las ciencias ocultas hablaban de telepatía, es decir, de ciertas facultades medicales de ciertos sujetos de hacer transmitir sus pensamientos, sus palabras, al través del espacio, y las ciencias exactas hicieron surgir últimamente la radiotelefonía en que también se transmiten las palabras al través de grandes distancias; solo que esta última, en vez de tener mediums, tiene antenas de alambre. Ahora un gran sabio ha descubierto que el hombre mismo es una antena; y por eso, digo, las dos ciencias se han unido, completado, y entonces lo que se ve es que no hay ciencias exactas ni ocultas, que la ciencia ha de ser una siempre, o lo que es lo mismo, ciencia a secas y exacta, porque si no es exacta, no es ciencia, sencillamente. Lo que nos enseña, sí, es que no debemos rechazar nada como superchería, por el simple hecho de no comprender una cosa, sino que debemos estudiarlo todo, reservándonos lo bueno y lo útil, y dejando lo demás aparte. Vamos al grano: Un eminente físico alemán ha descubierto un aparato para enviar radiotelefonemas que son recibidos por los oyentes, sin antenas, solo poniendo un corto alambrito entre el aparato y el hombro; si dos o más se toman de la mano, aumenta la fuerza de la voz que se escucha. Pero, ¿qué será lo que sirva de antenas en el hombre? Pues muy sencillo: el hierro contenido en los glóbulos de su sangre y en todas partes de su organismo en estado coloidal. Este hierro, que por sus radiaciones y permanentes emanaciones forma una red dentro y alrededor del cuerpo humano, ha de ser más sensible que todos los alambres que compongan las antenas colocadas sobre las casas; lo único que se requiere es un emisor especial, que ya tenemos. Si se piensa que se han hecho ya experiencias de mandar vistas cinematográficas por vía inalámbrica, bastará mañana inventar un aparato para ponerlas ante nuestros ojos: y entonces tenemos la explicación de las apariciones de las cuales también nos hemos reído. En lugar de reírnos de las ciencias llamadas ocultas, deberemos quitarnos el sombrero, si todo se va realizando con la telepatía. y nos podremos hacer esta pregunta: ¿Qué verán nuestros hijos, de aquí a unos cuarenta años, si las cosas van como van? Al morir nosotros, el hierro que reside en nuestro cuerpo no se va; quizás se transforme algo, pero luego, al corromperse los tejidos y la sangre difundida por la tierra, va a servir otra vez de alimento a una planta para formar la clorofila que nosotros comamos. Viéndose, pues, que los mismos elementos que nos forman hoy, nos vuelven a formar mañana, entonces tenemos la explicación científica de la reencarnación. ¿Comprendes ahora la explicación de la pintura de las rosas, mamá? —continuó Bernardo—. La imagen de la flor se graba directamente en las celdillas cerebrales, sin necesidad de los ojos.
—Sí; es verdad lo que dices. No deja de ser curioso —dijo la señora Reiman con admiración.
Bernardo, lleno de optimismo, continuó:
—¿Ves ahora, mamá, por que quiero salvarla de esa eterna noche que la rodea, y que la priva de ver directamente las formas de la naturaleza y gozarse en su hermosura? Daría una parte de mi vida, por que ella alcanzara la luz de sus ojos. Ahora tengo una nueva esperanza desde que he conocido a su tío.
—Pero, hijo mío —dijo la madrastra—, ¿cómo puedes tú, médico próximo al doctorado, esperar nada de un lego en la materia? Y, con voz más dulce, agregó: —Tú no debes proponerte imposibles, ni lanzarte seriamente a empresas tan quiméricas. No, no debes seguir por ese camino, que de seguro te llevaría a la pérdida de tu salud. Ten en cuenta, Bernardo, que tu salud y tu vida son sobre todo y ante todo.
—De muy poco me serviría la salud, y aun la vida, sin un objeto que la justificase. Es preciso que le devuelva a Elsa la vista.
Ella le miró sin comprenderlo, pues para ella era aquella una empresa irrealizable.
—Si sigues ese camino, te va a pasar como a uno de tus abuelos, que queriendo imitar a Leonardo de Vinci, se propuso hacer un dirigible y perdió toda su fortuna en la empresa.
—Ten en cuenta, que si bien él perdió su fortuna, como dices; no obstante, Zeppelin resolvió el problema. Además, yo no admito la palabra imposible y estoy seguro de que por un medio o por otro salvaré a Elsa. La señora Reiman quedó un momento pensativa contemplando a su hijastro.
—No veo, sin embargo, el motivo de que hayas de ser tú —dijo al cabo de un rato— el que haya de sanar a esa muchacha de la ceguera.
—Aunque no fuera más que por compasión, ya habría bastante razón para ello.
—Pues sea el motivo que quiera el que te lleva a ello, ten en cuenta que nunca contarás con mi simpatía para tal asunto. Y al decir esto, su rostro volvió a tomar un aspecto de dureza, que manifestó de nuevo la mala voluntad que en vano trataba de reprimir.
Varias veces había tomado en sus manos el retrato de Elsa y varias veces lo había vuelto a poner sobre la mesa con el mismo ademán de odio. Ni ella ni el joven podían ya continuar la conversación, que se había hecho por demás difícil. Por lo tanto, después de decir estas palabras, salió ella de la habitación, mientras él tomaba uno de sus libros de estudio, tanto por olvidar aquella escena, como porque aquella noche tenía que ir a casa del profesor Mertin y debía estudiar una lección. Veamos ahora lo que pasa, mientras tanto, con la rival de la señora Reiman, o sea, la hermana de Rasmussen.
Extraído de la Novela "Rosacruz" del Dr Krum Heller (Maestro Huiracocha)