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jueves, 14 de septiembre de 2023

Rosacruz 6

 "Rosacruz 6 VI y VII"


-Capítulo VI-




La viuda de Kersen trabajaba en el jardincito de detrás de su casa. El edificio en que vivían no era de su propiedad. Pertenecía al mismo propietario de la casa Reiman. Por lo menos, así parecía, pues la casa se hallaba hipotecada por unos treinta mil marcos, que era aproximadamente la mitad de su valor. La señora Kersen, para poder vivir, se había visto obligada a subarrendar parte de su casa; y con esto y un pequeño capital que heredara de sus padres, vivía honestamente. Desde la llegada de su hermano el Cónsul Rasmussen, había procurado ella poner más orden en su casita. 


Él, como ya dijimos, no se había alojado en casa de su hermana, sino en un hotel de la ciudad; pero no había dejado de ir a verla todos los días. Solo los dos o tres últimos, no había ido por casa de su hermana. La señora Kersen se había puesto un sombrero de alas anchas mientras trabajaba, para defenderse de los rayos solares, algo fuertes por la estación. Había estado ocupándose en limpiar los árboles, de orugas, y quería después hacer un ramo de flores para adornar su casa. Su pensamiento la hizo recordar, mientras contemplaba las flores, la felicidad de otros días pasados y la apartó un momento de aquel lugar, cuando una suave voz que dejaba adivinar la juventud y la bondad, la hizo volver a la realidad. 


—Madre, madrecita, ¿dónde estás? La señora Kersen se sobresaltó un tanto y volviéndose en la dirección de que partía la voz, contestó: 


—Ya voy, hijita; aquí estoy. Y mientras así hablaba se encaminó al encuentro de su hija a mitad del camino. El semblante de Elsa resplandecía de alegría. 


—Mamá, he tenido una lección encantadora. Bernardo me ha descrito algo de España, las montañas de Cataluña, con tan vivos colores, que me parecía verlas; sobre todo, Montserrat, con sus formas fantásticas que parece hayan sido modeladas por gigantes milenarios. Me han pintado también la ciudad de Barcelona con sus alrededores llenos de elegantes residencias y muy especialmente el Tibidabo. Bernardo tiene un talento para contarme todas estas cosas, que realmente hace que las vea. 


—Pero, hija mía, si Bernardo no ha salido jamás de Alemania…


—Sí, es verdad; pero Bernardo ha tenido, según me cuenta, largas conversaciones con mi tío, sobre esta Montaña, hasta que le ha propuesto un viaje a Cataluña. Esta Montaña de Montserrat es la que aparece en la ópera de Parsifal, de Wagner, cuya partitura toco con más entusiasmo, desde que Bernardo me ha relatado la importancia de aquel Monte en la ópera. Además, tiene un íntimo amigo de aquel país que se lo ha descripto con todo el ardimiento de que es capaz un meridional y con el cariño de un patriota. Tú ya sabes la imaginación que tiene Bernardo y lo bien que se le quedan impresos todos los detalles. No te puedes figurar lo feliz que me hace Bernardo cuando me cuenta todas estas cosas. ¡Lástima que Bernardo no pueda estar aquí esta noche con mi tío! ¡Somos tan felices cuando estamos todos reunidos! 


—No debes, querida mía, distraer tanto tiempo a Bernardo; ya sabes que se prepara para su examen. Esta reconvención dulce, la hizo la madre con amargura; ella también temía un corazón que lo comprendía todo... Las atenciones para el hermano, habían distraído un tanto a la señora de Kersen, en las últimas semanas. 


El Rosa-Cruz había recibido muchas invitaciones, ya de sociedades científicas, ya de casas de particulares.


***


-Capítulo VII-


La elegante residencia del profesor Dr. Johanes Mertin, estaba profusamente iluminada. En el salón de fumar estaban sentados algunos ilustres profesores de diferentes facultades y entre ellos había animadísimo cambio de opiniones, notándose la natural impaciencia con que era aguardada la llegada del Cónsul Rasmussen, de quien el colega Mertin había narrado cosas tan raras, tan sumamente admirables e interesantes. 


La hija única del profesor enviudado, junto con la dama de compañía, que era ya entrada en años, revisó una vez más la mesa, ordenó a la criada algunas frutas, pasó la servilleta por encima de una copa que no le pareció suficientemente limpia, dio a los floreros colocación adecuada, y una vez todo en su lugar, se fue de un cuarto a otro, deteniéndose ante un antiguo espejo sumamente valioso, que reflejó su fresca y juvenil figura en toda su radiante belleza. 


Con íntima satisfacción miróse en sus grandes ojos castaños, que circundados por unas pestañas grandes y oscuras tenían... algo que atraía. humedecióse el dedo corazón con la lengua y lo pasó varias veces por sobre sus cejas. 


Su graciosísima nariz algo chatita y los pícaros hoyuelos de la barbilla y mejillas, descubrieron su veleidoso carácter. No se podía imaginar cuadro más bello que esta fresca flor humana, encarnada en jovencita tan graciosa. 


El ligero vestido de baile, amarillo dorado, ricamente guarnecido con valiosos encajes sostenidos por un cinturón de seda, con rosas encarnadas, hacía resaltar deliciosamente su interesante hermosura. De pronto echó la cabeza osadamente hacia atrás y riendo burlonamente dijo: 


—Así ya le gustaré. 


—¿A quién? ¿Al mago Rasmussen, quizás? —preguntó un joven que la observaba desde la puerta. 


—¡Vaya, Juan! —repuso sobrecogida Elfrida; y, contrariada, rápidamente quiso escaparse de su primo Juan de Reichenau. Pero éste le cerró el paso. 


—¡Ah, ya! ¡Esto quisieras! Pero primero hay que dar contestación, hijita— hostigándola riendo el joven—. Vamos a ver, pues —¿a quién quieres gustar? —Al viejo señor Rasmussen no ha de ser seguramente. Dime, pues: ¿quién es el afortunado a quien quieres cautivar? 


—Vamos, a ti seguramente que no— repúsole ella aun algo enojada. —Bien; esto ya lo sé desde hace mucho tiempo, y no tenías necesidad de decírmelo siquiera. Pero ¿quién es el falso? O, más bien dicho, ¿el infeliz a quien quieres gustar? Ya puedes decírmelo. 


—Esto a ti no te importa.


—Pues entonces, no me lo digas, diablillo. A mí, después de todo me es completamente igual. Por mi parte, hasta puedes querer gustar al mago, pues éste puede rejuvenecerse, como Fausto, y entonces tú serás Margarita. Pero, ¿sabes...? —continuó, después de una breve pausa, en que la estuvo contemplando con ojos ardientes—. No dejas de ser una linda prima. No hay que darle vueltas. Linda, para comerte. Aun el más envidioso tendría que confesarlo. 


—No me detengas, Juan. Déjame el paso libre, tengo que hacer —insistió ella—. ¡Pronto! ¡Quiero pasar!.Le dio un suave empujón, pero Juan no se movió. Soltó una alegre carcajada y por de pronto aun no la dejó pasar. Entonces enfurecióse Elfrida nuevamente: 


—Te vuelves insoportable, Juan. 


—Vamos, si me vuelvo es que aun no lo soy. Gracias a Dios —repuso él osadamente. 


—Pero, Juan, ¿no oyes que quiero pasar? —repitió ella, enojada. 


—Así, así está bien. Así me gustas, Elfridita. Ahora vete. Juan se retiró a un lado. 


Llena de indignación por su comportamiento, ella no se dignó dirigirle una mirada más, y quiso salir del cuarto. Pero, de repente, se de tuvo, pensativa; volvióse hacia su primo, y le preguntó, breve, con una entonación forzadamente amable: 


—Tú, dime: ¿conoces a Bernardo Reiman? 


—¡Ya! ¡Ya di en el clavo! ¿Es cierto que quieres gustar a Bernardo? Luego levantó el dedo hasta la frente y repitió dos veces reflexivo: —¿Reiman? ¿Bernardo Reiman? ¡Ah, ya! ¡Justo. Sí le conozco. Dicen que es un verdadero ratón de biblioteca. Él es también quien mejor conoce a este señor Rasmussen. Ahora comprendo. Por eso viene esta noche aquí. 


—¿Sí...? —preguntó ella reflexionando. Pero luego, como si quisiera dar otro giro a la conversación, preguntó él: 


—¿Quién viene además esta noche? 


—No lo sé, Juan. La señora Grünfeld, nuestra nueva ama de llaves, me dijo que hoy vendrían más visitas que de costumbre. En este momento se abrió la puerta entró el profesor Juan Mertin con otros señores.


Los dos jóvenes se callaron en el acto y se volvieron. 


—Papá, eres tú —exclamó Elfrida; y radiante de alegría corrió presurosa hacia él, abrazándolo e imprimiendo un beso en su mejilla, sin poner atención en los señores que con él habían llegado. A cada uno de éstos, parecióle como si un alegre pajarillo volase en medio de su corazón. Tanto se alegraron de la natural desenvoltura de la joven, que, sin poder retener su alegría, estallaron en ruidosa risa. 


—Esto sí que lo acepto; ser sorprendido por una hijita tan encantadora —dijo, sonriendo complacido, el viejo solterón, profesor Mahlzahn, y fiscalizando a través de sus gafas de oro. 


—Colega, tuya es la culpa si ahora tienes que quedarte mirando cuando se besa — bromeó su amigo, el consejero Schilling—. Si te hubieses casado, habría quizás seis hijos, posiblemente hasta nietos, que se te echarían uno tras uno al cuello, y besarían tu calva. Todos se miraron unos a otros. 


El profesor Mahlzahn, apenado, murmuró algo entre dientes, y ya quería contestar con una réplica; cuando la señora Grünfeld anunció la llegada del señor Rasmussen. 


Todos se miraron unos a otros. el profesor Mertin dijo: 


—¡Ah, ya está allí! Abrió la puerta que daba al salón, y suplicó a los señores que pasaran. 


En el mismo momento entró Rasmussen por la puerta principal, acompañado de Bernardo Reiman. El joven candidato de medicina fue el primero en presentarse al viejo profesor. tendiéndole la mano, dijo, con una reverencia: 


—Buenas noches, Maestro. 


—Buenas noches, señor Reiman. Luego, colocándose entre Rasmussen y el profesor: 


—Permitan los señores que los presente... El señor Cónsul Rasmussen... El señor Mertin. 


Enseguida fueron presentados los demás señores, y el profesor rogó a todos que tomaran asiento. Después de su regreso de Hamburgo, Bernardo había contado las cosas más admirables de Rasmussen y ante el profesor Mertin había sostenido que el Rosa-Cruz era un verdadero y efectivo mago. Afirmaba haber visto en Hamburgo con sus propios ojos, como había derretido plomo, que luego transformó en oro. Aseguraba que debía de tener conocimientos extraños y que disponía de fuerzas que nadie conocía. 


Entre los profesores de la Universidad, la anunciada visita de Rasmussen había constituido la conversación de todos los días y toda la curiosidad iba dirigida de pronto hacia las fuerzas ocultas del cónsul. 


Sin embargo, al profesor no le pareció lícito abordarle enseguida a bocajarro y pedirle inmediatamente una repetición del enigmático experimento. Más bien se propuso conquistarse indirectamente el favor de tan curiosa personalidad. Como Rasmussen sabía que Mertin había sido profesor de Bernardo, comenzó a hablar sobre medicina. Mertin le informó:


***


Extraído de la Novela Rosacruz del Dr Krum Heller (Maestro R+C Huiracocha)