"Rosacruz 7"
-Capítulo VIII-
—La guerra europea requirió los servicios de muchos médicos, y se les dieron a los galenos muchas facilidades para sus exámenes.
Posteriormente, tuvieron ocasión de aprovechar las experiencias de la campaña, y al final de la lucha hubo un número crecido de buenos cirujanos.
Parece que estas mismas facilidades para la carrera de la medicina, indujeron a muchos jóvenes a no cursar esta ciencia, por temor a no encontrar una labor remuneradora después; ya que se creía que muchos jóvenes irían a estudiar medicina.
En Alemania y en España, creo que hay médicos de sobra; no así en los Estados Unidos, donde reina actualmente una gran escasez de hombres que se dediquen al arte de curar.
Las facultades de Medicina de la República del Norte, eran antes más numerosas, pues hace veinte años se contaba con 159 colegios, habiendo cerrado sus puertas 77 de ellos, en los últimos años. La estadística da cuenta de que en los Estados del Sur y del Oeste, los médicos en general son de edad avanzada y que al morir no tienen quien los remplace.
AEn Filadelfia hay por cada seiscientos habitantes un médico, en Pitsburgo uno por quinientos, pero en el Estado de Pensilvania a razón de uno por mil.
La falta de médicos en el Estado de Nueva Hampshire es una verdadera calamidad, pues ese Estado cuenta con 236 ciudades, de las cuales 110 están sin médico alguno. No debemos de olvidar que en los Estados Unidos hay una libertad sin límite para el ejercicio de la medicina; no es necesario allá que tengan título, si es que no se dedican a la alopatía.
Los homeópatas no necesitan examinarse siquiera; basta comprarse un botiquín, y adelante. Hay miles y miles de “healers”, una especie de curanderos, que curan con oraciones religiosas. Son ellos miembros de la iglesia de la ciencia cristiana, tan popular en la República del Norte.
Los estudios de medicina eran sumamente sencillos en las Facultades norteamericanas, y había Facultades de dudosa reputación, en las cuales, mediante paga, se conseguía patente de médico. Pues con todo esto, la escasez de galenos es enorme en los pueblos señalados, y ofrece un brillante porvenir a los médicos extranjeros.
En muchas ciudades del Centro, los habitantes cotizan una suma mensual para ofrecer un sueldo especial a los médicos que se deciden a establecerse, remuneración que no baja de ciento cincuenta dólares mensuales, cantidad más que suficiente para vivir una familia. Pero dejemos todo esto aparte.
—Mucho celebro, señor Cónsul, poderle saludar esta noche en mi casa y lo considero como un especial honor. Mi discípulo, el señor Reiman, nos ha contado muchas cosas de usted y de su país. Está lleno de entusiasmo por México; ya está hablando de emigrar y nos quiere llevar a todos.
Rasmussen había escuchado con sonrisa satisfactoria y con inclinación de cabeza el saludo efusivo del profesor y contestóle jocosamente:.
—Efectivamente, México es cuatro veces y media más grande que Alemania y puede aprovechar aún inmigrantes. El señor Carranza tenía intención de apoyar una inmigración pasiva, es decir, ayudar y proteger a todo extranjero que acudiese allá. Pero México tiene también sus defectos. Nosotros, mexicanos, recibiremos con los brazos abiertos a todos los que buscan una segunda patria. Y digo “nosotros”, porque mi familia emigró a México hace un siglo, vivieron allí mis padres y yo le tengo a mi México un amor entrañable; amor que no ha podido ser aminorado, a pesar de haber sido víctima gratuita de los hombres de los últimos gobiernos, que me han perseguido tan injusta como tenazmente, y todo porque no he podido ser tan cruelmente ingrato como alguno de ellos, con la memoria del mártir Carranza. Las colonias alemana y española son las más numerosas allá y son respetadas por todos. Pena da el que algunos elementos españoles hayan sido como yo perseguidos fanáticamente. No son siempre los mejores elementos los que emigran de un país; y los españoles en México que fundaron aquel virreinato, tuvieron mucho de aventureros; mezcláronse en algunas partes, con indios crueles, que sacrificaban miles de seres a sus dioses, y arrancaban el corazón latente de sus víctimas aun con vida. Parte de los mexicanos de hoy, son el resultado antropológico de esas dos razas. Por eso se ven excesos como los de los zapatistas o los crímenes de un Villa. Las eternas revoluciones tienen un fondo de justicia: es el oprimido que se rebela contra su opresor. Carranza fue el que comprendió aquello. El gran enemigo, la causa de sus eternas revoluciones, el origen de todos sus males, no son sus riquezas petroleras, ni los yanquis; si no que la causa de todo es, más bien, el compadrazgo. Allí no valen los buenos o malos antecedentes, el saber o la ignorancia de un individuo, ni importa casi su filiación política. Todo depende de que tenga uno o varios compadres que le ayuden. Si el compadre del contrincante es más fuerte, se puede dar por perdido; pero si el compadre es un ministro, o el jefe del estado mayor presidencial, o el mismo presidente, entonces le están abiertos todos los puestos. Para un protegido se hacen todas las alcaldadas posibles, para el considerado como enemigo todas las ignominias.
Hubo un gobierno allá, que aun en sus efectos olía a sangre y aguardiente, y durante el cual se cometieron los crímenes más espantosos, en aquel entonces... Las personas que ayudaron a aquel gobierno, deberían haber quedado descalificadas para toda su vida. Hubiera sido, no solo obligación revolucionaria, sino de patriotismo, que a estas personas se las hubiese declarado inhabilitadas, a perpetuidad, para ocupar puestos públicos. Después del movimiento revolucionario iniciado por Carranza, para vengar la muerte de Madero, lo lógico sería que los gobiernos posteriores hubiesen buscado como él sus colaboradores entre los elementos revolucionarios; pero sucede todo lo contrario: los últimos gobiernos han rechazado los elementos revolucionarios, y los que están hoy en primera fila son los huertistas, los enemigos de antes. Los emigrados tienen en estos elementos heredados de Victoriano Huerta, sus más encarnizados perseguidores, y es natural; en sí son enemigos de todos, solo con la máscara de amigos para aquellos que están en el poder, porque de ellos reciben la comida. Pero el odio político tiene que encontrar su víctima y entonces, todo va contra el pobre expatriado, que por cariño sincero a Madero o a Carranza, lleva cadena perpetua y come el amargo pan del destierro. Cuando se trata de perseguir a un llamado contrario, solo se hacen alcaldadas. Las leyes no se respetan. En todas partes, cuando una persona, renunciando a su personal nacionalidad, obtiene su carta de ciudadanía firmada por el propio presidente de la República y refrendada por el Ministro de Relaciones, ésta persona adquiere los derechos inviolables de la ciudadanía, como hijo del país mismo. Allá no es así. Como en las monarquías más dictatoriales, como antes en Rusia o Turquía, el Emperador puede dar una orden; un úcase; en México, el Presidente, cuando se le antoja o le viene en gana, lanza una orden o un decreto, diciendo: “A fulano de Tal, ya no lo considero como mexicano, ordeno a los Consulados o Legaciones le retiren su documentación”. Es verdad que muchos empleados consulares, por no perder las prebendas, se prestan a las cosas más ignominiosas. México es la tierra más rica y hermosa, y el mexicano en general un hombre caballeresco y noble. Lo malo es que ha tenido y tiene políticos tan apasionados y faltos de patriotismo.
Al triunfo del presidente Carranza, los líderes del partido socialista organizaban mitines, donde se daba de latigazos a la burguesía y al capital. No era posible para el socialista que unos privilegiados tuvieran haciendas, palacios y dinero y el resto trabajasen. Cada uno de los partidarios de Marx se consideraba un Tolstoy, lleno de ideales. Ver en aquella época a un hombre bien vestido, con cuello y con una sortija, hacía el mismo efecto como al toro al paño colorado. Todos se trataban de hermanos; el lema era: Libertad, Igualdad, Fraternidad; el club de los aristócratas, la casa de los azulejos, se transformó en talleres y todo el mundo predicaba el establecimiento de la pequeña propiedad, se hacía guerra contra el latifundista.
Pasaron cinco o seis años, y se logró efectivamente quitar el dinero a los ricos, que hasta entonces lo habían sido; se les quitaron sus casas y sus haciendas a aquellos antiguos agricultores que conocían su tierra. Pero no por eso se acabaron los hacendados, ni los ricos, ni los privilegiados. Lo que pasó, es que ahora lo eran los líderes socialistas, los magnates, los que habían acaparado el dinero, y sin saber muchas veces de agricultura, se habían posesionado de las haciendas. Sería curioso tomar un lápiz y sacar la cuenta a los políticos de ahí, a ciertos generales que hace diez años no tenías una peseta, ni un palmo de terreno que llamar suyo, y hoy día sus dominios se pueden comparar con provincias europeas: Viven en palacios, ya orgullosos pasan por las Avenidas en autos, adornados con brillantes inmensos y para sus adentros, se mofan del pueblo imbécil. Uno con otro se ayudaron mutuamente, y si mañana viene otra revolución, es probable que vuelva a suceder lo mismo. No tiene remedio aquello. Ya éstas son cosas que las tienen en la sangre. Mientras no tienen nada, son comunistas y quieren repartirlo todo por igual, y tan pronto han robado lo suficiente, y tienen algo que conservar, se vuelven conservadores. Sé que esto pasa en todas partes; pero en ninguna con tanto cinismo como en México. Allá basta muchas veces tener una mujer bonita o una casa bien puesta, que otro codicia, para que se mande fusilar al dueño; y así la transmisión del dominio no falla: es una cosa segura. Yo he definido siempre la política como “servicio divino en el altar de la patria”. Al contrario de mi definición, Voltaire dice: “La política es el arte de sacar la mayor cantidad posible de dinero a todos los individuos de una nación, para repartirlo entre unos pocos”. Yo quisiera ser más escuchado que Voltaire. De boca del gran Juárez, los mexicanos recibieron una gran frase, una monumental sentencia: “El respeto al derecho ajeno, es la paz”. Pero en ninguna parte del mundo se respeta menos el derecho ajeno, que en México, en los últimos años. Los que, como yo, hemos tenido simpatías por el socialismo, las hemos tenido que abandonar al ver lo que ha sucedido en México y Rusia; que en ambos países se logró difundir la miseria y el hambre. No es mi intención hacer ninguna alusión personal, sino marcar una generalidad. Allá hay también gente noble y buena, honrada y con desinterés. Y el día en que lleguen éstos a ser admitidos en la tarea de gobernar, entonces será México la verdadera tierra de promisión. Yo, cada vez que hablo de México, me entusiasmo; conozco sus grandes riquezas, y muchos hombres que tienen, para mí, un inmenso valor, pero que están alejados de la acción política, porque no es posible hacer causa común con el bolchevismo reinante allá.
—Usted es alemán de nacimiento, señor Cónsul, ¿no es verdad? —interrumpió el Consejero Schilling—; y ahora es mexicano, es decir, ciudadano de tres Estados: de origen, alemán; luego, mexicano, por sus largos años de permanencia allá, y, noruego, por su cargo de Cónsul.
El consejero Schilling sentía un rencor inexplicable contra Rasmussen, y había hecho esta exposición de su múltiple nacionalidad, con un acento marcadamente agresivo. Para ser más claro aún, agregó:
—Tales aventuras, no son, seguramente, raras allá en los países de las ilimitadas posibilidades...
El Rosa-Cruz no se dejaba desconcertar fácilmente; y contestó, con tanta dignidad como sosiego:
—Usted puede designarlo como quiera. Yo soy alemán de nacimiento y lo sigo siendo en mis sentimientos y modo de pensar. Hace varias generaciones que vivimos en México, y, por lo mismo, políticamente soy mexicano. Mis negocios y demás asuntos, en cuyos pormenores no puedo entrar aquí, me han retenido en México desde largos años. Si el destino o mi suerte —como usted lo quiera— no me retuviesen en México, también sin ello me quedaría yo en aquel país, pues México es el país más paradisíaco que existe. Con su clima —que ofrece una primavera eterna—, y su superabundancia de las más preciosas frutas y flores, puede llamarse verdaderamente un edén. Los habitantes de México son gente honrada y celosa que, en tiempo de Carranza en una lucha justificada, trató de conquistar su libertad política y social. Lo único que ocurre, como ya referí, es que se descomponen cuando se meten a políticos.
El profesor Mertin sentíase incomodado por la inmiscuición de Schilling, que con sus observaciones había desviado la conversación del objetivo que quería darle. Interrumpiendo, pues, también por su parte, a Rasmussen, manifestó:
—He leído las obras de Schleir, y, como médico, me ha interesado ver registrada en la mitología mexicana el origen de la sífilis. Allá tuvimos a un Dios sifilítico...
—Efectivamente, señor profesor, las antigüedades de México, las ruinas de sus templos y sus pirámides, constituyen un segundo Egipto. La arqueología ha constituido siempre una de mis preocupaciones favoritas; por lo demás, esta ciencia está en México aún en sus comienzos.
Pero el consejero Schilling aun no se pudo dar por contento y se creyó llamado a asestar otro golpe a Ramussen:
—Señor Cónsul, nos hemos apartado de nuestro tema. —¿Cómo?—respondió Rasmussen.
Pero el consejero no se dejó desconcertar, sino que continuó:
—¿Me permite usted la pregunta de cómo ha llegado usted a este cargo?.
Rasmussen lo hubiera podido despachar con una breve frase, diciendo: “¡Y a usted que le importa!” Pero el asunto le pareció demasiado insignificante para ello. Contestóle, pues, tranquilamente:
—Los señores saben que antes de la guerra, los alemanes gozaban de gran consideración en la América latina, ofreciéndoseles consulados con mucha frecuencia. Por consiguiente tampoco yo tuve inconveniente alguno, después de la muerte de mi antecesor, aceptar el cargo de cónsul honorario, ante las repetidas súplicas del Ministro de Relaciones Exteriores, de Cristiania. Pero para ello no tuve necesidad de hacerme ciudadano noruego, lo que, como es sabido, solo se pide a los cónsules de carrera. El que haya llegado a ser ciudadano mexicano, debese a la insuficiencia de las leyes alemanas para el extranjero, que parecían procurar adrede, que, dejando de inscribirse ante la autoridad alemana, se perdiera la ciudadanía como alemán. Yo me tengo por mexicano-alemán, y a gusto he intervenido en favor de mi nacionalidad alemana y de mi México!
Un teólogo presente, el cura Bromm, habíase molestado también algo con la conversación entre Schilling y Rasmussen, y, para apoyar al profesor Mertin, no dio tiempo a Schilling para continuar su coloquio, preguntando por su parte:
—¿En qué condiciones se encuentra el cristianismo en México? La religión del país, es seguramente la católica? Pero yo he leído informes de misioneros, según los cuales, los yanquis han establecido muchas iglesias protestantes y en que se afirma que también la conversión de los indígenas prosigue prósperamente gracias a dichas misiones.
—Efectivamente, señor cura, nuestros indios se convierten todos. Los misioneros pueden registrar resultados brillantes. Conozco a un metodista que con sus grandes conocimientos de la Biblia y la difusión del evangelio, ha llegado a poseer dos grandes fincas, la menor de las cuales tiene un valor de más de un cuarto de millón. Ya ve usted, pues, a donde van a parar los fondos de las misiones. Pero con mi parecer desdeñoso sobre la labor de los misioneros, no quisiera agraviar a nadie y solo me permito observar que la tarea de las misiones en el extranjero, no constituye casi nunca lo que se describe en la patria, en las ediciones de domingo de los periódicos, señor cura. Hay países, como África, por ejemplo, en donde debe introducirse el cristianismo para lograr un efecto cultivador. En otros países, en cambio, puede hacerse daño con ello, cuando se hace mal.
—¿Sí? Es lo primero que oigo. La doctrina de Jesucristo aun no ha hecho daño jamás.
—Esto tampoco lo he dicho, señor cura. Yo solo me he querido referir a la manera y forma de la divulgación y exponer que antiguamente los misioneros eran, en su mayoría, agentes políticos para los Gobiernos que los subvencionaban.
—¿Sí? —dijo nuevamente el cura, admirado—. ¿Puede usted dar una prueba de ello? India.
—¿Una prueba? ¡A centenares! Piense usted en las misiones inglesas en la que los hombres religiosos, también tienen que ajustarse a la época. vea usted lo que paso con el Canal de Panamá: Esta maravilla de ingeniería moderna, tiene de mes a mes mas tráfico y por ende ya constituye un negocio para el Gobierno americano. Debemos acordarnos de los antecedentes de ese canal, cuando estuvo en manos de una compañía francesa, donde los directores robaron los fondos, ocasionando un escándalo monumental, que fue el tema obligado de la prensa mundial, por años enteros. Después los americanos conquistaron a un muchacho convertido en general colombiano, que de la noche a la mañana, se declaró presidente de una República que llamaron Panamá, y que fue reconocido al día siguiente por los americanos. Un sainete muy bien representado. Aquel lío es mejor no tocarlo: hubo cosas muy feas que más vale no se sepan. Pero lo que conviene decir, es que el primer proyecto del canal de Panamá fue español y lo propuso nada menos que el celebre conquistador de México don Hernán Cortes. Hace precisamente cuatrocientos años de la fecha en que Cortés propuso el magno proyecto; y este lo habría realizado, si hubiese encontrado apoyo en la Corte. Esta afirmación la aceptarán todos los que han visto las obras colosales que realizaron los antiguos españoles en la América. Con los indios, entonces esclavos, se pudo hacer todo, sin mayor gasto. Y ¿qué habría sido de España, si hubiera sido llevada a la práctica aquella obra hace cuatro siglos? De seguro que los acontecimientos posteriores no habrían venido como vinieron. Pero ¿para qué lamentarse? “A lo hecho pecho”, decían los antiguos. Pero es necesario volver a recordar aquellos hechos que enaltecen a Cortés y a España. En Noviembre de 1520, Magallanes había encontrado la comunicación del Pacífico al Atlántico, y esto despertó los deseos de Cortés de buscar otro camino más ventajoso y entonces, habiendo mandado explorar toda la costa desde México al Sur, dio con el istmo de Panamá, que creyó fácil abrir. Cortés mismo, hizo los cálculos y escribió un informe amplio al emperador Carlos V, en Octubre de 1524. El emperador se entusiasmó por el proyecto y mandó una comisión de ingenieros a la América central. Estos hombres aprobaron en todo los planes de Cortés, pero cuando regresaron, Carlos V había sido reemplazado por Felipe II, quien no tomaba ninguna resolución sin consultar a los padres dominicos. Estos sacerdotes recibieron, pues, el proyecto, a su vez, y el informe de ellos echó por tierra la obra de los ingenieros. Decían los padres dominicos, que este canal no estaba de acuerdo con las sagradas escrituras, y que, por lo mismo, era un pecado grave. Para opinar así, citaron la parte de la Biblia que dice: “Lo que Dios ha unido, los hombres no lo deben separar”. Felipe II —¡tableau! —obediente a los mandatos de los padres, mandó archivar más que pronto el proyecto, para salvar su alma: y así quedó el canal en nada. Cosas de la época. Hoy día los padres dominicos no habrían opinado lo mismo. Es cuestión de progreso; pero esto no quita que fuese una lástima grande, que por aquel motivo no sea hoy el canal de Panamá, de España. Por lo cual, cada vez que pasamos por allí, nos viene a la memoria el gran español Cortés y su proyecto rechazado.
Extraído de la Novela "Rosacruz" del Dr Krum Heller R+C (Maestro Huiracocha)